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Con una resiliencia digna de admirar, fue criticada por ultramonárquicos por ser demasiado plebeya y por republicanos por haber traicionado sus principios
En la injustamente olvidada película “Mentiras que matan” (Wag the dog, 1997) los personajes interpretados por Robert De Niro y Dustin Hoffman inventan una guerra con Albania con víctimas, soldados y hasta transmisiones “en vivo” para desviar la atención de una indiscreción sexual del presidente de Estados Unidos. Las tropas jamás pisaron Albania pero la ficticia contienda exprés cumple con su cometido y el delito de acoso nunca llega a la prensa.
Doña Letizia, la reina de España, cumplió 50 años el 15 de septiembre pasado y no tuvo necesidad de inventar ninguna guerra para que la fecha pasara desapercibida porque un hecho luctuoso llenó las revistas de la prensa: el fallecimiento de la reina de Inglaterra ocurrido una semana antes y le vino bien a Letizia, poco dada a hacer festejos públicos, a sacarse fotos oficiales y a realizar brindis innecesarios.
Tampoco la pareja real española es proclive, como otras casas reales, a mostrar imágenes de su cotidianidad. Y, cuando para algunas fechas señaladas, han filmado algún video o han accedido a una sesión de fotos, los han criticado tanto (a veces con razón) que claramente han desistido de volver a hacerlo. La Casa Real Española tiene muchas virtudes pero se empantana cuando se trata de comunicar aspectos que van más allá de lo protocolar. Casi que lo hacían mejor Sofía y Juan Carlos antes de la aparición de Letizia, licenciada en Comunicación por la Universidad Complutense de Madrid. En casa de herrero, cuchillo de palo, dice el refrán.
La reina lo habrá festejado en la intimidad el mismo 15 pero en forma pública solo recibió un pequeño homenaje al otro día cuando asistió con el rey a un concierto. Allí, la orquesta tocó para ella el Feliz Cumpleaños y fue ovacionada. Ha corrido mucha agua bajo ese puente para llegar a ser aceptada.
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Y tampoco es cuestión de comenzar esta reseña criticando a la reina, una mujer que supo hacerse a sí misma y torear contra una sociedad española muy adelantada en cuanto a leyes como el matrimonio igualitario y el respeto por la diversidad pero en la que, si rascamos un poco, saltan como erupción volcánica, los prejuicios del franquismo.
A los españoles en general y a la reina Sofía en particular, nunca les habían caído bien las novias del príncipe Felipe. La primera, Isabel Sartorius, porque era hija de padres separados; Gigí Howard porque era estadounidense, un país con tan poca tradición, y Eva Sannun porque había sido modelo de ropa interior. Soñaban con que su rubio principito se casara con la princesa Tatiana De Liechtenstein o con alguna prima segunda de los Borbón-Dos Sicilias y miraban con desdén a los pobres noruegos que habían tenido que soportar que su heredero se casara con una madre soltera de dudosa reputación. Y, con aire de superioridad, miraban de reojo a Isabel II: el karma por haberle robado a España el peñón de Gibraltar le llegó cuando, a principios de los 90, se divorciaron tres de sus cuatro hijos. Eso en España jamás pasaría. Hasta que a fines de 2003 comenzaron a correr los rumores de que el príncipe de Asturias estaba enamorado de una periodista, la misma que dos años antes había explicado a la ciudadanía como iba a ser el adiós a las pesetas. “No va a perder ningún céntimo, las cuentas son muy claras y muy sencillas” decía, a través de la pantalla de la Televisión Española, Letizia Ortiz Rocasolano, conocida en ese entonces como “la chica del euro”.
Letizia y Felipe se conocieron, según la versión oficial, en una cena en octubre de 2002, se sentaron juntos y pronto congeniaron. Ambos estaban en pleno proceso de mudanza aunque él iba a vivir en un palacete de 1800 m2 y ella en un departamento que, según llegaron a la conclusión esa misma noche, tenía las mismas dimensiones que el dormitorio y vestidor de su futuro marido. Algunos dicen que el encuentro no fue fortuito sino que Felipe pidió que la invitaran porque ya le había echado el ojo en la pantalla. Lo que se sabe, dicho por la propia reina Sofía, es que de pronto el príncipe comenzó a interesarse por ver el noticiero todos los días.
Felipe tuvo que insistir un poco para que Letizia aceptara salir con él. Tampoco creemos que mucho porque, aunque nunca hubiera imaginado que iba a venir de mano de la causa monárquica, Letizia Ortiz Rocasolano era una joven ambiciosa y sabía que estaba destinada al éxito. De ningún modo iba a dejar pasar una oportunidad semejante. Él había llevado una vida encapsulada, rodeado de gente que solo le rendía pleitesía, su madre confesaba estar enamorada de su hijo y su padre decía que era el príncipe más cultivado de su generación lo que le valió el mote de “el Preparao”. Además, salvo los noviazgos discretos que ya nombramos, nunca se había visto envuelto en escándalos. No sabemos si se dio cuenta que con la elección de esta novia iba a causar una revolución.
Letizia había nacido en el seno de una familia de clase media. Su madre, Paloma Rocasolano, era enfermera y muy comprometida con el sindicato y su padre, Jesús Ortiz, era periodista. Su abuela paterna era una famosa locutora de la radio asturiana y fue el modelo que, desde pequeña, Letizia quiso seguir.
¿Letizia con Z? Hay una versión que dice que el funcionario que la anotó era italiano y por eso lo escribió así. Una versión poco creíble que se inventó para no dejar en evidencia que su madre, su padre o ambos tenían cierta preferencia por extranjerizar los nombres de sus hijas. Recordemos que después de Letizia con Z, la familia se completó con Telma que no pudo ser con H porque no los dejaron, y Érika con K.
En forma pública, solo recibió un pequeño homenaje cuando asistió con el rey a un concierto
Los Ortiz Rocasolano conformaban una familia intelectual y bohemia de cinco integrantes. Les gustaba pasar los veranos recorriendo Europa en una camioneta y, aunque sufrían algunas estrecheces nunca estuvo en sus cabezas que sus hijas no siguieran una carrera universitaria. Hasta ahí, habrá sopesado Felipe cuando conoció a Letizia, era todo normalito. Una historia de superación de una chica de clase media que había llegado a hacerse un lugar en los medios y a la que nadie podría achacarle que fuera ni una modelo frívola ni extranjera ni cabeza hueca.
El tema, y eso sí debe haber sido difícil de decirle a sus padres, es que Letizia era una mujer divorciada. Solo pocos esperaban a esta altura que una mujer de 30 años fuera virgen pero divorciarse no estaba bien visto entre los Borbones y los pocos que lo habían hecho, como la infanta Eulalia o los infantes Alfonso y Jaime, habían sido marginados del poder y de la familia.
La historia de amor con Alonso Guerrero, el primer marido de Letizia, tampoco es común. Se enamoraron cuando ella cursaba el último año en el colegio secundario. Él era su profesor y le llevaba 10 años. La relación, con algunos paréntesis como cuando la actual reina se fue a hacer un Máster a México, fue larga y en 1998 se casaron ante la presencia de 100 familiares y amigos y pasaron la noche de bodas en un discreto hotel tres estrellas de Almendralejo, un pueblo del interior de España. Un año duró el matrimonio y coincidiendo con el divorcio de sus padres, Letizia también se divorció.
Este matrimonio fallido fue una de las causas que esgrimieron el entonces rey Juan Carlos y la reina Sofía, por una vez de acuerdo, para impedir que su hijo cometiera la locura de pretender casarse con Letizia. Pero dicen que Felipe, que ya tenía 35 años y estaba un poco harto de que a nadie le gustaran sus novias, dijo que renunciaba a todo si se oponían a la boda. Y allá salieron los operadores y jefes de comunicación de la Casa Real a averiguar cómo gestionar el asunto. Por suerte, el agnosticismo de la expareja había hecho que la anterior boda no se celebrara por iglesia. Además tantearon a Alonso Guerrero para que no hablara con la prensa y a todos los presentes en la boda para que no trascendieran fotos. También eligieron cuidadosamente a las personas que podían dar testimonio del pasado de doña Letizia e hicieron desaparecer todo posible rastro de situaciones comprometedoras como, por ejemplo, el “pecaminoso” período en que había vendido golosinas y cigarrillos para juntar unos pesos para mantenerse o el “oprobio” de haber salido con unos cuantos muchachos hasta conocer a Felipe. Obvio, lo común en una chica de 30 pero poco recomendable para una futura reina.
Lo cierto es que el 1 de noviembre de 2003, cuando la Casa Real anunció el compromiso de Su Alteza Real el príncipe de Asturias con la periodista Letizia Ortiz Rocasolano, parecía que la joven había nacido el día anterior y solo se recordaba un premio que había recibido como comunicadora social y su trabajo en la oficial y conservadora radiotelevisión española.
Letizia no empezó con buen pie. En su primera comparecencia con la prensa cometió dos errores: no vistió moda española sino un traje de Armani y mientras el príncipe se afanaba por contestar todas las preguntas de los periodistas le espetó “Déjame hablar a mí”. España entera se despertó para decir que nadie podía hacer callar a su príncipe. A partir de allí y durante años Letizia se dejó aconsejar por su suegra y sus cuñadas para vestirse y, hasta convertirse en reina once años después, no pronunció palabra.
No tuvo necesidad de inventar ninguna guerra para que la fecha pasara desapercibida
Pero el tiempo da revancha y los asuntos poco convencionales de la familia plebeya de la reina fueron cuentos de hadas para niños si los comparamos con los papelones de divorcios escandalosos, estafas, metidas de cuernos y negocios turbios de la muy distinguida familia de su esposo.
La ahora reina consorte, la misma que durante años denostó la prensa española, se corona hoy como la salvadora de la monarquía. No es querida ni popular, como tampoco lo fueron las dos consortes anteriores, las reinas Sofía y Victoria Eugenia, pero sí respetada y admirada por su buena influencia al carácter retraído del rey, por su trabajo solidario y por lo bien que representa a la corona en el extranjero. Pero, por sobre todas las cosas, lo más destacado es su papel de madre.
Leonor, princesa de Asturias, y su hermana, la infanta Sofía, están siendo educadas entre la tradición y la modernidad, aún caminan por la vida con pie de plomo y un poco asustadas pero tienen en Letizia un espejo en el que reflejarse. Se pueden decir mil cosas de Su Majestad, buenas y malas, pero su gran aporte será haber contribuido a la formación de la futura reina de España. Si Leonor ha aprendido de su madre el sentido del deber y su capacidad para superar obstáculos, es posible que los españoles olviden (o por lo menos perdonen) con su gestión los entuertos de abuelos y tíos Borbones y la monarquía española recupere esplendor y aceptación.
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